La emotiva carta con la que Graña despidió a su madre

Miércoles 27 de Mayo de 2015, 12:34





El martes pasado murió mi vieja. Tenía 90 años, demencia senil, estaba postrada en una cama y ya no podía comer. Fue lo mejor para ella, sí. En sus pocos momentos de lucidez, cuando hacía foco en alguno de nosotros y embocaba el nombre adecuado y no nos confundía con parientes muertos, Alina misma confesaba que se quería morir; que eso ya no era vida. Ni siquiera le quedaba el placer de la comida en la boca: le habían anulado la parte superior del aparato digestivo y la alimentaban por una sonda metida en el estómago, que ella, por supuesto, se quería arrancar porque no sabía qué era y por eso había que atarle las manos a la cama. Tenías razón Alina: no era vida.

Con Alina, igual que con los mayores de 80, se van los últimos testigos directos de un mundo que ya no existe. La vida cotidiana nunca cambió tanto como en el siglo XX y ellos estuvieron ahí para verla cambiar; a veces se adaptaron, otras putearon, pero estuvieron ahí. Cuando todos ellos se hayan ido tendremos que ir a ver ese mundo en las fotos, en el cine tal vez, leerlo en los libros, pero no vamos a tener más a los que sí lo vieron cambiar, a los que sintieron el vértigo de esos cambios en la piel.

Alina Sisto nació en 1925, en Corrientes y Paraná. Era la hija de la dueña de una pensión, mi abuela, que, para decirlo en términos de la teoría económica moderna, proveía servicios logísticos a una industria pujante de aquellos tiempos: la prostitución.

Mi abuela era francesa y en aquel Buenos Aires, las putas francesas eran el objeto de deseo de los hombres que tenían plata. Había miles de prostitutas traídas engañadas por cafishios: los judíos de la Zwi Migdal traían polacas; los marselleses traían francesas. Los prostíbulos estaban en su mayoría sobre la calle Libertad, ahí donde hoy están las joyerías. Los cabarets donde las chicas trabajaban estaban sobre Corrientes y las pensiones donde vivían eran pisos completos de edificios alquilados y subdivididos.

Mi abuela, Florentina, tuvo varias de esas pensiones. Una en Corrientes y Paraná, otra donde hoy está el Obelisco y la última justo encima de la mítica heladería El Vesubio, al lado del Teatro Broadway.

Ese Buenos Aires de tantas putas lastimadas por los fiolos, disciplinadas a fuerza de toalla mojada y engaños y cocaína legal para que le sonrieran a los clientes, se acabó con la ley Palacios que prohibió la prostitución. El final de los burdeles en el centro coincidió con que a mi vieja le dio una enfermedad que hoy ya casi no existe: difteria.

La difteria atacaba los pulmones y en aquel Buenos Aires era tanta la contaminación por la incineración de basura (antes se le llamaba hollín) que el médico le dijo a mi abuela que se fueran de ahí porque Alina no iba a aguantar. El aire puro no quedaba lejos: se mudaron a Vicente López, cerca de Puente Saavedra y vieron construir la Avenida General Paz. Mi vieja recordaba que los vecinos decían que esa avenida era inútil porque siempre estaba vacía, no pasaba nadie. Hoy a toda hora es un embudo de autos.

Pero hablando de autos. Mi abuelo tuvo uno de los primeros taxis de Buenos Aires, aunque al mudarse lo tuvo que vender. No sé si era un Ford A o un Ford T. El caso es que una cosa era ser taxista en la calle Corrientes y otro en …Vicente López. Mi abuelo entonces cambió el taxi por un puesto de carnicero en una feria en Saavedra.

La historia de mi abuelo merece párrafo aparte: italiano, se había escapado de Uruguay de los golpes de su padre y apareció en Argentina a los 14 años. Fue carnicero y como sabía manejar el cuchillo, en una pelea, como un personaje de Borges, le cortó la cara a un tipo. Estuvo años prófugo en la Patagonia hasta que —algunas cosas no cambian— arregló con un político para que le limpien el prontuario.

Pero volvamos a Alina, que al venirse al suburbio dejó el tapadito de piel y conoció la pobreza. Le gustaba mucho leer. Recitaba versos de memoria pero no pudo seguir estudiando. A los 13 mi abuela la mandó a trabajar. A los 16 atendía el mostrador en una tintorería de Santa Fé y Sanchez de Bustamante. Ahí, un día entró un hombre de traje y sombrero aludo, mi viejo.
Hoy ese romance sería un escándalo. Se ve que en la época no. El tenía 38, era casado, periodista y jugador, no precisamente de deportes sanos.

Como sea, mi viejo fue aceptado por mi abuela y empezó a venir a hacer el novio. Alina siempre me contaba que eran felices, que mi viejo fue su primer hombre.

Que iban a bailar tango y les gustaban Di Sarli y D’Arienzo. Que iban a ver a River, que no había barras bravas y las mujeres podían si querían ir solas a la cancha. Que en las noches de verano salían a tomar cerveza y que escuchaban algún radioteatro con los vecinos reunidos. Era otro mundo, otra velocidad. Tenían teléfono, sí, pero pasaban días sin que nadie llamara. No había lavarropas, televisión, mucho menos celular o Internet.

Tampoco había divorcio. Entonces, cuando el noviazgo se fue poniendo intenso y mi vieja quedó embarazada, resultó que mi viejo mantuvo durante cuatro o cinco años lo que antes se llamaba la Casa Grande y la Casa Chica, es decir, el matrimonio con su anterior y un hijo, mi hermano Julio, y la nueva pareja con su actual, Alina, ya embarazada de mi hermano Lito.

Al final, Alina, que tenía un carácter parecido al de los personajes de Tita Merello, le puso los puntos a Rogelio y el hombre terminó separándose y ellos se casaron en…Montevideo.
Hoy suena exótico, pero es lo que tenían que hacer las parejas si querían formalizar y uno de ellos ya estaba casado. Más tarde nací yo, en 1960 y diez años después murió mi viejo. Alina, tenía 45 años y estaba enferma de los intestinos pero igual salió a laburar de lo que podía. Cuidó ancianos, fue mucama por hora, mucama de telo, hizo limpieza de oficinas. Laburó hasta los 79 años sin preguntar nunca si podía dejar, si ya era hora de descansar.

Vivió en otro mundo, paralelo al nuestro. Nunca quiso ir a un psicólogo ni hacer yoga (te va a hacer bien, vieja) ni dejar de cocinar todo con manteca como Doña Petrona.

Nunca se animó a una computadora y el celular, bueno, dormía en la cartera. Ahora que se fue, me queda la certeza de que Alina, como todos los que hoy pasan los 80, estaba hecha de otra madera.

No es nada científico, claro, pero ¿quien se va a animar a desmentirlo?

Hoy a ellos, a estos viejos maravillosos, los vemos gruñones, quejosos como pibes, perdidos en un mundo que no entienden. Les cuesta mirar, hacer foco, moverse, sí, pero ellos sobrevivieron en un mundo que cambió como nunca antes, un mundo con muchas menos drogas, inseguridad y libertad sexual, es cierto, pero también sin antibióticos, agua segura y algún grado de protección social.

Por eso, si alguno de los que lee estas líneas tiene a uno de estos viejos cerca, respételo: sus ojos vieron un mundo que definitivamente se va con ellos.



Fuente: http://www.pronto.com.ar/articulo/famosos/chau-alina/20150526164649176000.html?fb_action_ids=10154098464672699&fb_action_types=og.likes&action_object_map=%255B931289560226715%255D&action_type_map=%255B%2522og.likes%2522%255D&action_ref_map=%255B%255D